sábado, 1 de agosto de 2009

El gato dorado


Hace unos meses, un compañero poco amigable, pero bastante cumplido, me hizo un regalo peculiar. Se trataba de uno de esos gatos dorados de la suerte que venden en los bazares chinos. Desde que lo tuve en mis manos, lo odié, pero por la inexplicable y absurda superstición, no fui ni he sido capaz de desprenderme de él. Es más, he creado en torno a este tótem hortera la creencia ridícula de que, si lo tiro o cambio de lugar, las cosas me irán mal. Y hoy, pensando en ello, me he dado cuenta de que mi vida y la de los que me rodean está mediatizada por otro tipo de felinos de plástico, los invisibles, aquellos que marcan nuestras conciencias. Son los que hacen que te muerdas las uñas; los que frenan tu instinto. Los que coartan tus deseos cada vez que bajan su patita. Incluso silencian tu voz para dejar hablar a la de la complacencia. Pero no nos rebelamos. Todo sea por mantener el ¿equilibrio? en nuestras vidas.

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